Sérgio Vieira de Mello, cuando era Representante Especial del Secretario General para Irak en 2003. Fotografía: ONU / Mark Green.
Guacamaya, 6 de junio de 2025. En medio de los campos de refugiados, entre los escombros de un Estado fallido o las salas grises de la diplomacia internacional, había un hombre que creía en lo imposible: reconstruir la paz desde la dignidad humana. Su nombre era Sérgio Vieira de Mello, un diplomático brasileño, filósofo de formación, y uno de los rostros más humanos y más trágicos de la historia reciente de las Naciones Unidas.
Había algo en Sérgio Vieira de Mello que desafiaba todos los moldes. Tenía el aplomo de un académico y el coraje de un bombero. Filosofía en la cabeza, pero polvo en los zapatos. No fue un diplomático de oficina: fue un hombre que eligió habitar el caos, vivir literalmente en la línea de fuego. Negoció con milicianos, líderes autoritarios, refugiados y burócratas, con la misma mezcla de paciencia, ironía y una claridad de propósito casi brutal.
Su historia no es solo una biografía; es un espejo incómodo de lo que significa construir la paz cuando el mundo está en ruinas. Un relato donde la ética, la épica y el poder no siempre caminan juntos, y donde el costo moral de la paz puede ser tan alto como el de la guerra.
Un constructor de paz entre guerras
Nacido en Río de Janeiro en 1948 y educado en la Sorbona, ingresó a la ONU en 1969 como voluntario de ACNUR. En sus primeros años, fue testigo de las crisis de refugiados en Bangladesh, Chipre y Sudán. Pero su temple se forjó realmente en Ruanda, Camboya, Timor Oriental y los Balcanes.
En Ruanda, fue testigo de la peor cara de la humanidad. Llegó demasiado tarde, como casi todos. Vio cuerpos apilados y comunidades quebradas .Allí vió el horror del genocidio y la inacción internacional. Cuerpos apilados. Comunidades destrozadas. ¿Cómo se sostiene la moral cuando hay que negociar con quienes causaron tanto daño?.
Para Sérgio, esa era la pregunta equivocada. “Uno tiene que hablar con los hombres armados”, decía. No buscaba pureza, buscaba resultados. “No se negocia con ángeles en medio de una guerra civil”. Como señala Samantha Power (2008), “no creía en la santidad de las buenas intenciones, sino en la eficacia de las decisiones difíciles”.
Timor Oriental y la política de lo posible: Sérgio el “constructor de naciones”
Después del genocidio en Ruanda y el fracaso en Bosnia, llegó Timor Oriental. En 1999, la ONU le encargó una tarea inédita: construir un Estado desde cero. Al frente de la Misión de Administración Transitoria (UNTAET), aplicó un enfoque poco ortodoxo: en vez de imponer, escuchar. En vez de castigar, reintegrar.
Pasó las tardes con líderes locales, víctimas e incluso antiguos verdugos. Prefería eso a las ruedas de prensa o las entrevistas. Su premisa era simple: “no se puede imponer la democracia como se impone una constitución”.
Timor no fue perfecto. Hubo errores, demoras y contradicciones. Pero también hubo un milagro parcial: un país pequeño y devastado logró levantarse. Y buena parte de ese mérito fue de ese brasileño de sonrisa tensa y traje arrugado.
“La paz duradera solo es posible cuando se construye con los actores reales del conflicto”, recuerda Power (2008) cuando escribió acerca de Sérgio. Su gestión fue una coreografía entre la legalidad internacional, la realidad local y las cicatrices de la violencia.
Camboya y los fantasmas de Angkor
En Camboya, los templos de Angkor Wat emergen de la selva como ruinas sagradas, testigos silenciosos de una civilización que floreció y cayó. Pero en los años noventa, los verdaderos fantasmas no estaban en la piedra antigua, sino en las aldeas arrasadas, en las minas enterradas, en las miradas vacías de quienes sobrevivieron al infierno del siglo XX.
En Camboya, la memoria es un terreno minado. No solo por las bombas sin detonar, sino por las palabras que aún duelen, por los nombres que aún infunden miedo. A comienzos de los noventa, los Jemeres Rojos seguían activos. No eran ya los dueños del país, pero tampoco estaban derrotados. Y en ese limbo de impunidad y poder residual, la paz era apenas una promesa frágil.
Sérgio Vieira de Mello llegó a ese país en transición como parte de una de las misiones más ambiciosas que la ONU había desplegado hasta entonces, la conocida UNTAC. El reto era mayúsculo. No solo había que organizar elecciones, repatriar a cientos de miles de refugiados y desarmar a los combatientes, sino también reconstruir la confianza en un país donde los vecinos habían aprendido a desconfiar incluso de los vivos.
Sérgio, con su ya conocida mezcla de diplomacia y escepticismo, comprendió que en Camboya no se trataba solo de aplicar protocolos internacionales. Había que escuchar. Había que leer los silencios. En sus informes, insistía en que los derechos humanos no podían ser defendidos desde un escritorio. Había que caminar los campos, sentarse con las víctimas, entender el trauma como una condición política.
A Sérgio lo marcó el contraste entre la ambición de la ONU y la realidad camboyana. La burocracia internacional hablaba de democracia, pero en las aldeas la palabra que más se repetía era silencio. Silencio sobre el pasado. Silencio sobre los desaparecidos. Silencio sobre la justicia.
Como en Timor después, en Camboya entendió que la paz no es un evento. Es un proceso. Y que ese proceso no se decreta: se cultiva, con paciencia, con respeto, y sobre todo, con presencia real.
De su paso por Camboya, Sérgio se llevó una verdadera y dura pero necesaria lección: la reconstrucción no empieza en las urnas ni en las conferencias de prensa, sino en el terreno. Aprendió que no basta con denunciar las violaciones de derechos humanos; hay que prevenirlas. Y para prevenirlas, hay que estar ahí, escuchar, mediar, hablar con todos y acompañar.
Camboya no fue su misión más famosa. Pero fue, quizás, una de las más formativas. Allí vió cómo se puede perder un país incluso después de ganar la paz. Allí reafirmó que su lugar no era en las capitales del norte global, sino donde el mundo se deshace y hay que volver a tejerlo.
Sérgio Vieira de Mello tuvo un papel significativo en las negociaciones con los Jemeres Rojos en Camboya, siendo el primer representante de la ONU en hacer contacto con ellos. Su trabajo en Camboya, a través de ACNUR, se enfocó en la repatriación y reintegración de refugiados, y también fue el Enviado Especial de Naciones Unidas para Camboya. Fue el primero en construir un puente con los Jemeres Rojos a pesar de las críticas y el costo político que significaba negociar con dicho grupo.
El acercamiento de Sérgio Vieira de Mello a los Jemeres Rojos fue una de esas decisiones diplomáticas que, vistas desde afuera, pueden parecer polémicas, pero desde el terreno eran profundamente necesarias.
Diplomacia de proximidad
Los acercamientos no fueron públicos ni grandilocuentes. Tampoco fueron reconocimientos formales. Fueron conversaciones en los márgenes, evaluaciones de condiciones, señales de apertura. Lo suficiente para crear canales de contacto. Lo suficiente para impedir una nueva ofensiva. Lo suficiente para evitar que el silencio se llenará de disparos y de víctimas
Ese tipo de diplomacia, silenciosa y a menudo incomprendida y cuestionada, es la que Sérgio dominaba. No hacía discursos para la prensa, los premios o los aplausos, hacía gestos para la paz.
Vieira de Mello, lejos de justificar los crímenes, entendía que ignorar la existencia de los Jeremes Rojos solo prolongaría el conflicto. Por eso, como parte de la estrategia de la ONU para consolidar la paz, favoreció el diálogo indirecto con sus líderes, abriendo canales de comunicación que permitieran su eventual desmovilización y reintegración. Todo esto bajo un enfoque centrado en las víctimas, no en la pureza moral.
Para Sérgio, la prioridad eran los civiles, no la corrección política. Sabía que negarse a hablar con los Jemeres Rojos podía condenar a miles de camboyanos a más violencia, y por eso defendía lo que él llamaba diplomacia de proximidad, esa que consistía en hablar incluso con los actores más oscuros si eso podía salvar vidas.
Vieira de Mello no era ingenuo. No creía que los Jemeres Rojos se convertirían en demócratas, pero sí que podían ser contenidos si se les ofrecía una salida política que facilitara el desarme y la transición. Entendía que la justicia debía construirse sobre la estabilidad, no al revés. Lo urgente era detener el ciclo de guerra.
¿Hablar con los Jemeres Rojos fue una claudicación ética? ¿Fue un pacto con el mal? Vieira de Mello habría respondido con otra pregunta: ¿cuántas vidas estás dispuesto a perder por mantenerse en una postura perfecta?.
Hoy, muchos recuerdan a Sérgio como el hombre que no tuvo miedo de mirar a los ojos del horror si eso podía acercarlo a la paz. No para perdonar. No para olvidar. Sino para detener el daño.
Bosnia: el precio de mirar de frente
Bosnia fue un espejo roto de Europa. Una tierra donde las promesas del “nunca más” se estrellaron contra la realidad de las limpiezas étnicas y las fosas comunes. Allí, en pleno corazón del “continente civilizado”, se desató una guerra que evidenció la impotencia de la comunidad internacional.
Y allí también estuvo Sérgio Vieira de Mello. No con tanques, ni con escoltas, sino con su libreta de campo y un sentido radical de responsabilidad humana. Bosnia fue una herida abierta que marcó su visión del mundo. Un lugar donde el compromiso con la paz no era un lema, sino una apuesta a la que le sobraban enemigos.
Vieira de Mello llegó a Bosnia como parte del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR). Su misión: coordinar asistencia humanitaria. Pero en un país donde las líneas del frente se movían al ritmo del odio, entregar comida o medicinas era un acto político.
Lo que vió en Bosnia lo transformó. Pueblos arrasados. Civiles como arma de guerra. Niños con los ojos vacíos de esperanza. Y sobre todo, una comunidad internacional paralizada por el miedo a “intervenir demasiado” y no tener una visión alternativa con soluciones ante los hechos.
A diferencia de muchos diplomáticos, él se adentraba en los enclaves sitiados. Dialogaba con líderes serbobosnios y bosniacos, pero también se sentaba con las familias bosnias que sobrevivían a base de esperanzas racionadas. Sintió que había llegado tarde a un momento triste de la historia.
El horror lo golpeó de frente. Y con él, la constatación de que el mandato humanitario tenía límites insoportables. Entendió que sin voluntad política real, la ayuda era apenas un parche en medio de un desangramiento masivo. Fue un fracaso que él sintió como personal.
Un pragmático con conciencia
Vieira de Mello no era un justiciero. Era un realista con brújula ética. Sabía que había que negociar con los responsables si eso permitía entregar comida o proteger una caravana de desplazados. Pero nunca confundió eso con legitimarlos. Su dilema no era entre el bien y el mal, sino entre el mal mayor y el mal inevitable. Se trata de elegir entre lo ideal y lo posible, sino entre lo posible y lo intolerable.
Bosnia le dejó cicatrices que no se borraron nunca. Fue allí donde comprendió, más que en ningún otro lugar, el vacío que hay entre la retórica internacional y la tragedia real. Y fue también allí donde empezó a forjar la convicción de que la paz no es un acto de imposición, sino de negociación con lo inaceptable, para evitar lo irreversible.
En Bosnia, Vieira de Mello no salvó el mundo. Pero se negó a mirar hacia otro lado, y eso en esa guerra ya lo hacía distinto.
Kosovo: la paz sin vencedores
Kosovo era una tierra herida cuando Sérgio Vieira de Mello llegó en 1999. Los bombardeos de la OTAN habían cesado, pero la guerra no había terminado: simplemente había cambiado de forma. La limpieza étnica se transformó en venganza, y la supuesta liberación dió paso a una nueva forma de caos. Para muchos, el conflicto había sido entre buenos y malos. Para Sérgio, era otra cosa: una guerra donde no habría paz posible si no se incluía también a los derrotados.
¿Una misión imposible?
Vieira de Mello llegó a Kosovo como parte de la Misión Interina de las Naciones Unidas (UNMIK), con la difícil tarea de supervisar la transición postconflicto. Su papel consistía en coordinar la asistencia humanitaria, la repatriación de refugiados y el restablecimiento de la autoridad civil en medio de tensiones étnicas explosivas.
Los Albanokosovares regresaban por miles, en varios casos con ánimos de vengarse de los serbios locales. Las casas de estos últimos fueron quemadas, saqueadas y los ancianos expulsados. Kosovo estaba al borde de una segunda guerra, pero esta vez, sin cámaras.
Sérgio entendió lo que muchos en la comunidad internacional preferían ignorar: la justicia selectiva no es justicia; es combustible para el odio.
Sérgio Vieira de Mello también fue el coordinador de la operación humanitaria de Naciones Unidas sobre el terreno y trabajó directamente con el Programa Mundial de Alimentos para ayudar a los más vulnerables. Visitó campos de refugiados en países vecinos como Albania y Macedonia del Norte , así como áreas de retorno en Kosovo, para evaluar necesidades y mostrar apoyo internacional. Estas visitas reforzaron la confianza en el proceso de repatriación durante la fase crítica entre junio y octubre de 1999.
Una paz que no humille
Como en Timor Oriental o en Bosnia, su enfoque fue escuchar primero, juzgar después. Sostuvo reuniones tanto con líderes kosovares como con representantes serbios locales. Se negó a reducir el conflicto a una narrativa binaria. Para él, la reconciliación no era premiar a los culpables, sino evitar que el resentimiento se convirtiera en doctrina.
El retorno de los invisibles
Uno de sus esfuerzos más comprometidos fue la repatriación segura de minorías desplazadas, en especial los serbios y otras comunidades olvidadas. Sabía que no tendría éxito completo, pero también sabía que la paz verdadera se mide por la seguridad del más débil, no por la fuerza del más fuerte.
El trabajo de Sérgio fue clave para que retornarán 800,000 albanokosovares sin que eso implicara el recrudecimiento del conflicto a pesar de que tuvo notables implicaciones.
Frente al tablero geopolítico
Kosovo también fue una lección sobre los límites de la ONU ante el poder duro de los Estados. La intervención de la OTAN había sido unilateral. Las tensiones entre Rusia, Estados Unidos y Europa estaban al rojo vivo. La ONU otra vez era actor y rehén al mismo tiempo.
Sérgio no se engañaba. Sabía que su margen de acción era estrecho, pero se movía con astucia y humanidad, convencido de que incluso dentro del cinismo internacional, cabía una ética del cuidado.
En ese orden de ideas colaboró estrechamente con las fuerzas de la OTAN (KFOR) para desmilitarizar zonas, desarmar a grupos insurgentes como el UÇK y proteger a los retornados, especialmente en un contexto de tensiones étnicas persistentes entre albaneses y serbios. Todo esto, sin dejar de ser crítico con sus actuaciones y sin perder la interlocución con la comunidad Serbia
El dilema permanente
Kosovo no fue un caso cerrado. Fue una etapa más en su aprendizaje de que la paz no se decreta, se negocia; y muchas veces, se paga con silencios difíciles y decisiones incómodas.
En Kosovo, como en tantos otros lugares, Sérgio se enfrentó al dilema que marcó su carrera: ¿cómo defender principios sin convertirse en obstáculo para la estabilidad? ¿Cómo proteger a las víctimas sin fabricar nuevos victimarios?
Vieira de Mello no dejó recetas. Dejó gestos. Decisiones concretas que salvaron vidas en medio del caos. Y una idea radical: que la paz no se alcanza con vencedores y vencidos, sino cuando todos pueden quedarse en casa sin miedo a que les quemen su hogar.
Tras su breve mandato de cuatro meses, entregó el liderazgo de UNMIK al francés Bernard Kouchner en octubre de 1999, para asumir luego un rol clave en Timor Oriental (UNTAET).
Aunque su tiempo en Kosovo fue breve, Vieira de Mello sentó las bases para la administración internacional, destacándose por su capacidad para gestionar crisis complejas. Su trabajo allanó el camino para la reconstrucción institucional y la estabilización inicial, elementos vitales para el mandato a largo plazo de UNMIK.
Irak: el final anunciado
En 2003, aceptó su misión final sin saberlo: Representante Especial del Secretario General de la ONU en Irak, tras la invasión estadounidense. No era su destino ideal. Había dicho que no quería esa misión. La guerra le parecía ilegal, mal planificada, arrogante. Pero aceptó. Porque pensó que alguien debía estar allí para proteger a los civiles. Para poner una cara humana entre los tanques y las ruinas.
En agosto de 2003, Saddam Hussein había caído tras la invasión liderada por Estados Unidos en Irak, pero lo que quedó no fue la libertad prometida, sino un vacío de poder donde convivían el miedo, el resentimiento y las armas.
El diplomático a contracorriente
Sérgio se oponía, a la invasión de Irak en 2003. No porque simpatizara con Saddam Hussein, sino porque consideraba que la acción militar violaba el derecho internacional y debilitaba el rol del Consejo de Seguridad de la ONU.
Vieira de Mello no estaba convencido de la legalidad de la guerra. Había sido crítico con la invasión, con su lógica de “shock and awe”, con la arrogancia de quienes creían que se podía construir una democracia con bombas y privatizaciones. Pero también entendía otra cosa: la ONU no podía desentenderse de los escombros humanos que dejaba la geopolítica.
Aceptó porque pensó que podía hacer la diferencia. Que su presencia serviría como escudo humanitario. Que los iraquíes verían en él algo distinto a los uniformes de los ocupantes. Que a veces la neutralidad no es quedarse al margen, sino ofrecer una alternativa.
La ONU en la zona cero
Desde el Hotel Canal en Bagdad, Vieira de Mello empezó a moverse con su estilo habitual: escuchar antes de hablar, caminar entre la gente, reunirse con actores locales, evitar los blindajes excesivos. Su objetivo no era representar a la comunidad internacional, sino darle voz a los propios iraquíes en su reconstrucción.
Una anécdota que se cuenta es que al llegar a Bagdad, Sérgio exigió a las tropas estadounidenses de la ocupación retirarse de la custodia de la sede diplomática de la ONU, para evitar que los iraquíes asociarán a la organización con la ocupación.
Pero la situación era insostenible. Las milicias insurgentes comenzaban a emerger. La ONU no tenía suficiente protección. Y lo más grave: ya no era vista como un actor neutral, sino como parte de la ocupación, por el solo hecho de estar allí.
Vieira de Mello sabía que algo iba mal. Lo intuía. Y aun así, se quedó. Intentó diseñar un cronograma de elecciones con el objetivo de que las tropas extranjeras se fueran lo antes posible de Irak, todo esto a pesar de la poca voluntad política que observó.
Vieira de Mello criticó abiertamente varias decisiones de Bremer, el enviado de Estados Unidos en Irak: la disolución del ejército iraquí, la purga masiva del partido Ba’ath, los abusos de las tropas estadounidenses de ocupación contra la población local y la centralización del poder en manos extranjeras.
Los abusos de las tropas estadounidenses fueron documentados por Sérgio y su equipo que enviaron informes al Consejo de Seguridad y criticaron públicamente tales acciones.
Sérgio creía que la inclusión de exfuncionarios y líderes tribales era esencial para la estabilidad. Estados Unidos, en cambio, apostaba por un rediseño total desde el exilio y la exclusión. Para Vieira de Mello, eso solo alimentaba la insurgencia y el conflicto.
Su estrategia era de legitimación local, no de imposición externa. Por eso se reunió con líderes religiosos chiitas, con tribus sunnitas, con académicos, con ONG’s iraquíes. No buscaba aliados, buscaba actores reales.
Ese enfoque no gustaba a todos. Para los insurgentes, lo hacía un blanco militar. Pero para algunos funcionarios estadounidenses, lo volvía impredecible y un obstáculo.
Años después, su legado sigue siendo una piedra en el zapato para quienes creen que las intervenciones pueden ser útiles y diseñarse desde lejos ignorando y dejando de escuchar a las comunidades y sus realidades.
19 de agosto: los escombros del sistema internacional
A las 16:30 de la tarde, un camión bomba cargado con explosivos de artillería estalló frente al Hotel Canal. El blanco era claro: la sede de la ONU. El atentado fue orquestado por el grupo de Abu Musab al-Zarqawi, que luego sería parte de Al Qaeda en Irak. El mensaje era brutal: ya no hay zonas protegidas. Ya no hay diplomacia segura.
El ala donde estaba la oficina de Sérgio colapsó. Quedó atrapado entre los escombros, gravemente herido. Durante horas, pidió a los rescatistas que atendieran primero a otros. Murió sin saber que el atentado había cobrado la vida de 22 personas más, incluyendo a su amigo y asesor Arthur Helton. Una de sus últimas peticiones mientras conversaba con los rescatistas bajo los escombros era que no suspendieran la Misión de la ONU pasará lo que pasará.
Un giro en la historia de la ayuda humanitaria
El atentado al Hotel Canal marcó un punto de quiebre para las Naciones Unidas. Por primera vez, un símbolo de neutralidad global había sido deliberadamente atacado como objetivo militar. Desde entonces, las misiones humanitarias comenzaron a blindarse, a encerrarse tras muros y protocolos. El contacto directo con la gente que fue el sello de Sérgio se volvió casi imposible.
Fue también un golpe simbólico: el idealismo práctico de Vieira de Mello parecía morir con él bajo los escombros de la violencia.
¿Por qué fue a Irak?
Esa es la pregunta que muchos se siguen haciendo.
Algunos dicen que fue presión de Kofi Annan. Otros, que era una deuda moral. Tal vez fue voluntarismo. Tal vez pensó que su sola presencia cambiaría el curso del desastre. Pero probablemente fue lo de siempre: la creencia de que la ONU debía estar donde la gente sufría, incluso si el mundo no quería mirar.
“En Irak, donde pasó los últimos meses de su vida, Vieira de Mello trabajaba día y noche para ayudar al pueblo iraquí a recuperar el control de su destino y a construir un futuro de paz, justicia e independencia. Es trágico que haya dado la vida por esa causa, junto con otros que, como él, fueron devotos servidores de las Naciones Unidas” enfatizó Kofi Annan en unas palabras tras su muerte.
La llama que no se apaga
En un homenaje, Kofi Annan lo llamó “el rostro más humano de las Naciones Unidas”. Para Samantha Power, en su libro “Chasing the flame” las acciones de Sérgio no eran para salvar el mundo, sino negarse a aceptar su oscuridad sin hacer nada.
Irak fue su último acto. No el más exitoso, pero sí el más revelador: en un mundo dominado por la fuerza, aún hay quienes creen en el poder de la palabra, el gesto, la construcción de paz y la presencia.
Vieira de Mello no era un mártir. Era un diplomático que se metió donde nadie quería estar. Que murió haciendo lo que siempre hizo: hablar con todos, incluso con los violentos, para que al menos algunos pudieran vivir en paz.
No fue un héroe. Fue un hombre que creyó hasta su último aliento bajo los escombros que incluso en el peor de los escenarios, había algo que se podía salvar.
El atentado marcó un antes y un después: los trabajadores humanitarios dejaron de ser intocables. La guerra ya no distinguía entre armas y palabras.
El precio de la paz
Hablar de Sérgio Vieira de Mello es hablar de los grises de la historia. No fue perfecto. Quizás a veces fue demasiado flexible. A veces, demasiado contundente . Pero nadie puede decir que no arriesgó todo. Su legado plantea preguntas incómodas sobre hasta dónde se puede o debe llegar en aras de salvar vidas.
Sérgio Vieira de Mello no fue una estrella, no fue una figura personalista, ni un héroe de películas épicas. A veces tal vez era demasiado insistente. A veces, demasiado idealista. Su actuación no estuvo exenta de críticas, lo acusaron de “colaborar” y ser “cómplice” de atrocidades y líderes autoritarios, pero fue su enfoque lo que permitió construir las bases para la paz en muchas naciones del mundo y así, salvar un gran número de vidas, esas que muchas veces quedan invisibilizadas detrás de un número o bajo el concepto simplista de “daños colaterales”.
Como dijo Kofi Annan (2012), fue “el diplomático que hacía lo correcto aunque no fuera popular”. Su legado plantea preguntas incómodas:
¿Se puede hacer la paz sin hablar con los violentos?
¿Debe la justicia esperar por la reconciliación?
¿Cuánta justicia se puede ceder para evitar más guerra?
¿Cuál es el costo moral de la paz?
Él no tenía todas las respuestas. Pero sí tenía el coraje de enfrentarlas. Y en un mundo que a menudo mira hacia otro lado, eso ya lo hacía diferente.
En “Chasing the flame” se señala que “perseguir la llama no es salvar al mundo”, escribe Power sobre Sérgio y su vida (2008), “sino negarse a dejar que se apague.”
En momentos como el actual cuando el orden internacional se quiebra y se habla de reformarlo, donde la diplomacia parece ser impopular y donde la palabra paz ya parece ser una utopía para muchos, las acciones de Sérgio son una manifestación de la conciencia de la sociedad mundial emergida de las cenizas de la guerra.
Para Venezuela, la historia de Sérgio y sus acciones resuenan de manera especial, ojalá los actores del conflicto buscarán en su historial una brújula para encontrar respuestas ante una realidad sumamente difícil y compleja. Muy útil sería para ellos relacionarse con su legado, allí podrían encontrar algunas respuestas que seguramente podría ser útiles para la sociedad venezolana, por más utópico que eso suene en el contexto actual.
Me gustaría que esta pequeña reflexión sobre la vida de Sérgio y sus enseñanzas para el caso venezolano llegara de alguna forma a los distintos actores políticos del país, sin importar su color, especialmente para aquellos que todavía piensan en la paz como una oportunidad y no como un obstáculo o un costo.
Nuestro país lleva décadas atrapado en un conflicto por el poder que ha sido excesivamente costoso para la población. Desde luego, no se trata de hacer equiparaciones o equivalencias de ningún tipo, así como tampoco las hizo Sérgio en ninguno de los conflictos donde estuvo tratando de recomponer lo roto.
La paz puede ser una oportunidad, pero solo lo será si se construye, y eso no será un trabajo fácil ni un capítulo épico. Será, quizás, costoso y muy complejo, pero si lo pensamos entendemos que merece la pena, ya que solo así se podrán sentar las bases de ese futuro país donde nadie tenga que irse o sentir miedo por lo que piensa.
Me gustaría también que la comunidad internacional interesada en ayudar a Venezuela busque en Sérgio Vieira de Mello un referente de aquello que podrían hacer si su objetivo es realmente ayudar a los venezolanos. No es a través de la imposición, la coerción, la asfixia o la degradación de la venezolanidad que podrán ayudar a nuestro país.
La paz tampoco es un decreto o una imposición de una institución, la paz es una construcción que demanda acuerdos y garantías para todos.
Quizás pensar que estas palabras lleguen a los responsables y a los líderes sea demasiado pedir. Tal vez sea muy ambicioso de mi parte pedir que, en estos 26 años, puedan encontrar en Sérgio Vieira de Mello un faro que los guíe para construir un futuro alternativo y diferente a la dura realidad que hemos tenido que vivir.
Son 26 años de conflicto, es decir, que esto comenzó antes de que muchos, entre ellos yo, naciera. Heredar un conflicto tiene muchas implicaciones para nosotros los jóvenes. Somos quienes más tenemos que perder si continúa y, a su vez, somos los que más ganaremos si la paz se abre paso como base impulsora de ese futuro país que vamos a compartir todos.
Personalmente, encontré en Sérgio Vieira de Mello, a los 12 años, un referente cuando descubrí su historia y su vida. Fue una de las personas que me hizo apasionarme por la diplomacia y la construcción de paz. Una persona que demostró que esas cosas sí pueden ayudar a resolver conflictos. Ha ocurrido otras veces, y los venezolanos no somos un caso excepcional; eso me da esperanzas de que algún día podamos lograrlo. Solo me gustaría que quienes hoy tienen poder de decisión sobre el futuro y la vida de millones de venezolanos también encuentren en su historia y su accionar un referente sobre el cual guiarse y encontrar orientación en un momento donde las respuestas escasean y las preguntas nos abruman.
Pero esta reflexión no es solo para la élite política, también lo es para cada ciudadano y persona interesada en un mejor futuro para el país. La construcción de paz nace desde las bases, y es la ciudadanía la mayor protagonista de hacerla realidad y de demandar un acuerdo sostenible para las próximas décadas y generaciones de venezolanos que vendrán.