Escrito desde la fractura y la esperanza.
La mañana de las banderas rotas
Guacamaya, 11 de abril de 2002. Caracas amaneció caliente aquel jueves 11 de abril de 2002 es lo que varios han contado. No solo por el sol que empezaba a calentar el asfalto del este capitalino, sino por la tensión que se podía cortar con un cuchillo. Desde hacía días, el país entero se debatía entre gritos, marchas, cadenas presidenciales y un enconado enfrentamiento entre visiones irreconciliables de la nación. La polarización no era una palabra de moda. Era una realidad que se respiraba, se gritaba, se temía, se percibía y se vivía. Una realidad que aunque negada todavía sigue vigente en el conflicto.
Desde temprano, las avenidas comenzaron a llenarse de gente: estudiantes con banderas tricolor, obreros con pancartas, señoras que agitaban pañuelos blancos como si espantaran el miedo. La marcha avanzaba como un río humano desde el Parque del Este hacia Chuao. Los gritos coreaban “¡Este gobierno ya cayó!” “¡Chávez Vete Ya!”, pero nadie sabía si era una consigna, un espejismo o una premonición. En Miraflores también se concentraba una gran multitud de personas vestidas de rojo jurando defender “la revolución”. Gritaban “¡No pasarán!
El ambiente era eléctrico, tenso, pero aún cabía la palabra paz en muchas bocas de diversos colores.
El puente donde se partió el país
Al mediodía, todo cambió. La marcha, sin aviso, cambió su rumbo hacia el Palacio de Miraflores. Ese fue el giro de tuerca. Fue en ese instante donde el país contuvo la respiración. Ya había quienes parecían esperarlo, algunos diarios ya titulaban que la “Batalla Final sería en Miraflores”, y si, la palabra final en una consigna no es nueva, tampoco lo es el imaginario épico con el que algunos medios quisieron adornar aquel día, mientras se avizoraba un choque entre dos trenes que iban a toda la velocidad y en qué lugar de desacelerar o frenar, muchos prefirieron pedir que se aumentará la velocidad a pesar de las consecuencias que mucho sabían que tendría una colisión de esas características.
El Puente Llaguno y la Avenida Baralt se convirtieron en el umbral del infierno. Manifestantes opositores y chavistas, en ambos lados empezaron a acercarse, la Policía Metropolitana y la Guardia Nacional haciendo su parte, había piedras, gritos, gases lacrimógenos y luego los disparos. Secos, rápidos, certeros. Las cámaras de televisión captaron imágenes crudas: hombres disparando desde azoteas, cuerpos cayendo al asfalto, gente corriendo sin saber hacia dónde. Cada canal contaba una historia distinta. Para algunos, eran “grupos revolucionarios defendiéndose del golpe”. Para otros, “milicianos disparando contra civiles desarmados”. La verdad fue pulverizada en tiempo real.
Entre el humo y el caos, las personas en varios casos no tenían uniforme ni eslogan empezaron a caer sobre el asfalto.
Las voces que nadie escuchó
En un barrio del oeste de Caracas, María enfermera y chavista apretaba su radio de pilas mientras sus hijos se escondían bajo la cama. “Dicen que mataron a Chávez o que renunció”, lloraba. Por su parte, en Altamira, Eduardo ingeniero y opositor brindaba con un whisky mientras miraba los helicópteros sobrevolar La Carlota. Sus vecinos gritaban “¡Chávez se fue, se fue !”. Ambos pensaron, por unas horas, que su bando había ganado o perdido. Ninguno entendió que, en ese juego de espejos rotos, el país entero estaba perdiendo.
Ese día el lenguaje se rompió. El otro dejó de ser adversario para volverse enemigo. Ya no era posible disentir sin ser acusado. Ya no había espacio para el gris: eras rojo o azul, chavista o escuálido,sin puntos medios con etiquetas deshumanizantes de por medio. El país aprendió a gritar, pero desaprendió a conversar y a escucharse. Las balas tomaron el lugar de las palabras.
Los medios de comunicación fueron sacados del aire, la situación anunciaba un panorama de oscuridad en medio de horas muy difíciles para la República.
La noche de los fantasmas
Cayó la noche con 19 cuerpos yaciendo en morgues, aceras y avenidas. Los muertos de un lado y del otro tenían en común el mismo gesto de sorpresa congelado en el rostro. Mientras tanto, Chávez, vestido de verde oliva, era presionado para firmar una supuesta renuncia en Fuerte Tiuna, o eso se decía en la prensa.Los medios privados celebraron; las radios comunitarias guardaron silencio. Pero en los cerros, donde las luces parpadeaban como estrellas cansadas, la gente encendía velas y murmuraba: “El Comandante está vivo y no ha renunciado”.
Pedro Carmona Estanga, pasó a juramentarse en el Palacio de Miraflores como el nuevo Presidente Interino de Venezuela y allí disolvió los poderes públicos, algo que vino acompañado de momentos muy oscuros hacia quienes también habían estado en el gobierno de Chávez. Aquella escena mostraba a Carmona rodeado de aplausos y elogios, una celebración en todo sentido, parecía que las horas trágicas vividas hace relativamente poco nunca existieron. En ese momento se celebraba que se había logrado el poder sin importar mucho “los daños colaterales”, que desde luego eran personas, con rostros e historias que ahora solo vivían en el recuerdo de sus familiares y amigos, sus nombres eran parte de una lista de venezolanos que no estaban invitados en esa celebración de las élites, lo que sí había era un país que los lloraba en medio de la incertidumbre.
Los partidarios de Chávez denunciaban que el presidente no había renunciado, se iniciaron protestas y había enfrentamientos en la calle. Miraflores se encontró rodeado de simpatizantes del chavismo que exigían una fe de vida del entonces mandatario.
La noticia corrió más rápido que la sangre secándose en el pavimento. Y 48 horas después, el líder regresaba en helicóptero, sellando una escena casi sacada de una película de cine levantando el puño, Hugo Chávez regresaba a Miraflores.
Sus partidarios celebraban con la misma euforia con la que pocas horas antes lo hacían los de Carmona y la oposición que había culminado uno de los mandatos más breves de la historia. Otra celebración donde las víctimas y el dolor parecían quedar en segundo plano, lo que prevaleció al parecer fue la épica y la imagen de una “victoria total”.
En ambos casos hubo celebraciones y una proclamación de una victoria total, cuando lo que ocurrió fue una derrota absoluta de un país que nunca volvió a ser el mismo después de esos sucesos. Algo se quebró ese día y todavía seguimos lidiando con sus consecuencias, con esas heridas que nos susurran y por las que el país se sigue desangrando.
La esperanza de diálogo se desvanecía detrás de la humareda de la revancha y las heridas que habían quedado y que siguen estando, las vidas perdidas irrecuperables para siempre no estaban en la celebración pero si en el corazón de una nación fragmentada y rota.
Los días después del odio
La fractura ya era irreversible. La oposición se atrincheró en plazas y edificios. El gobierno endureció su discurso. Llegó el Paro Petrolero y la violencia continuó. Los medios se convirtieron en trincheras digitales. Y los muertos del 11 de abril quedaron atrapados en el limbo: para unos, “mártires de la democracia”; para otros, “víctimas del fascismo golpista”. Sus familias, sin embargo, compartían el mismo luto mudo, la misma pregunta sin respuesta: ¿Valió la pena?. Para sus familias y amigos, eran simplemente hijos, padres, madres, hermanos, esposos, novios o panas de toda la vida que ahora serían ausencias eternas y para mí venezolanos cuyos sueños se apagaron para siempre .
Posteriormente el gobierno decidió contar su propia verdad de los hechos, escribir la historia de ese día y presentarla como una épica. Por otro lado, la oposición la recuerda como una “oportunidad pérdida” pero presenta los hechos como una épica inconclusa, en ambos casos se recuerda con una intención de “magnificarlo” cuando en realidad, el 11A fue una derrota absoluta para la convivencia y la coexistencia de los venezolanos.
No es un recuerdo bonito, si es un recuerdo necesario, doloroso y difícil, pero para la propaganda siempre será rentable romantizar un hecho tan triste, obviando que no hubo ninguna épica pero si una muestra del fracaso que hemos tenido como sociedad al dejar de conversar, dialogar y resolver nuestro conflicto, ese que todavía nos aqueja y nos recuerda todos los días los costos enormes que ha tenido que pagar la gente común en los momentos más oscuros y duros.
El país, ese día, dejó de reconocerse en el espejo. El miedo al otro se instaló como huésped permanente que todavía continúa habitando y causando daños.
La paz como memoria incómoda
Hoy, más de veinte años después, la memoria del 11 de abril sigue viva. No como un monumento frío, sino como herida abierta. No por las balas sin nombre, sino por las verdades a medias, los relatos inconclusos y la poca voluntad para asumir responsabilidades. La paz, en Venezuela, no será un pacto entre cúpulas ni un abrazo de políticos en cámara. Será, quizá, el día en que un chavista y un opositor puedan sentarse frente a la tumba de un joven caído en Puente Llaguno, la Avenida Baralt o la Plaza Altamira y admitir, juntos, algunas cosas:
1. Que aquel día, todos fueron víctimas y victimarios.
2. Que los muertos no eligieron bando al morir.
3. Que el odio heredado es una cadena que solo se rompe con una justicia que no busca venganza, sino verdad.
4. La construcción de paz es la única forma de construir un futuro sostenible
La paz verdadera se construye cuando dejamos de usar el pasado como munición y empezamos a escucharlo como un lamento común. No se trata de olvidar, sino de aprender. No se trata de imponerse, sino de reencontrarse por difícil, duro e impopular que sea.
Tal vez esa sea la primera línea del libro que aún estamos aprendiendo a leer, uno que intentamos escribir y que no implica pasar o arrancar las páginas que no nos gustan o que se pretenden olvidar, significa tener la capacidad de continuar y de leer sabiendo interpretar el libro completo para darle un sentido a nuevos capítulos.
Si usted observa los rostros de las figuras del 11 de abril reconocerá en ambos bandos a nombres que siguen siendo relevantes en el escenario político venezolano de lado y lado. Lo grave es que la lógica que llevó al 11 de abril no se ha abandonado, sigue más vigente que nunca, esa que habla de “sacrificios” en nombre de supuestas causas que nunca han representado las demandas justas de la sociedad venezolana, sacrificios claro, para la gente común con la idea de que eso cambiará una realidad que demanda una transformación profunda que no vendrá si como sociedad no somos capaces de construir la paz y de renunciar a la creencia de que la paz es algo que se impone mediante un decreto o un eslogan.
El 11 de abril fue tal vez de esas primeras fechas épicas que se le han vendido a los venezolanos como “victorias totales” o “batalles finales”, se inauguró una terrible tradición de ponerle fecha a eventos cumbres, 23 de febrero, 16 de julio, 28 de julio, 10 de enero, entre tantas otras. En política no hay finales, lo que sí han tenido esas exaltaciones épicas son episodios de dolor y tristeza para el país.
No hay que olvidar los antecedentes de ese evento, los intereses geopolíticos y la pugna por el petróleo, esa que ha definido tandas cosas en nuestra historia.
Un ejercicio de imaginación
Cierren los ojos. Imaginen el 11 de abril sin cámaras manipuladoras. Sin líderes que inciten al odio o llamen a las batallas finales. Sin la urgencia de tener la razón o la voluntad de la imposición. En su lugar, vean a una madre opositora y a una madre chavista compartiendo un café mientras llueve. No hablan de política. Hablan de sus hijos, de sus temores, de su país, los recuerdos comunes, de lo que les une como venezolanas, de lo que quieren conservar con su vida. Alguna quizás ya no tiene a su hijo consigo porque la violencia se lo arrebató como pasó el 11A o sencillamente porque como millones de venezolanos tuvo que irse del país para aspirar y soñar con una vida que hoy Venezuela no puede ofrecerle. En medio de la lluvia quizás emerjan lágrimas mientras el agua corre por el mismo asfalto donde muchos han dejado de soñar. Ambas de pie, quizás sobre los fragmentos de un país que se rompió y cuya tarea de repararlo o recomponerlo parece exigir un precio demasiado alto para las élites, pero para ellas que se quedaron es la única opción.
Esa imagen frágil, mínima, cotidiana puede parecer insignificante. Pero quizás, solo quizás, allí comienza la construcción de la paz.
En ese sentido, conviene recordar a Pedro Nikken cuando respecto a su experiencia como asesor de la ONU en El Salvador y Guatemala estableció que:
“La construcción del modelo de sociedad diseñado en las negociaciones de paz se traduce en lograr progresos sólidos, sustanciales e irreversibles en el respeto y garantía de los derechos humanos. No se trata solo de elegir gobernantes sino de democratizar la sociedad y de incorporar a todos los sectores de la población al progreso social”.
Allí se encuentra el gran reto para los políticos, la sociedad civil y especialmente los ciudadanos, empujar a un entendimiento, tarde o temprano todo se reducirá a una negociación el tema es si eso será antes o después de que el costo sea todavía más alto de lo que ya es. La construcción de la paz y no su imposición amerita la participación de todos por difícil o impopular que eso sea, sin esa pluralidad no será posible avanzar y edificar el futuro que millones de venezolanos demandan.
Estas palabras no pretenden cambiar las verdades que ya muchos escribieron para sí mismos sobre ese suceso, sobre lo que creen o lo que les hicieron creer, eso no lo va a cambiar las palabras de alguien de 24 años, solo es una reflexión para ver lo que hemos perdido en el camino y una invitación para ver más allá de los dogmas y la construcción de la realidad basada en los sesgos de confirmación. Siempre teniendo la dignidad humana por delante y como eje central de cualquier acción.
El 11 de abril no fue una victoria o una oportunidad pérdida, tampoco fue una épica revolucionaria o una batalla final, fue una de esas tantas derrotas totales que ha sufrido Venezuela. Construir la paz, hablar de eso o siquiera plantearlo es hoy profundamente impopular, quizás haya quien tome estás líneas como una expresión idealista y utópica, yo las veo como un anhelo por el que vale la pena trabajar, especialmente siendo joven, pues las personas más jóvenes somos los que más pueden perder en un conflicto como el de Venezuela.
Tal vez algún día exista la voluntad de conversar sobre el 11 de abril y muchos otros eventos de la historia reciente de Venezuela de manera franca para avanzar hacia el futuro. No es una tarea fácil, la sociedad verá quines estarán dispuestos a dar ese paso.